Dos piernas de menos, descargas eléctricas y un culo


Si te lo cuento no me vas a creer. Así que mejor lo lees tú directamente


Los tenían a la vista. A 200 metros de distancia. Tres hombres tumbados sobre las vías del tren.

Y aun así, decidieron no frenar.

Era el 1 de septiembre de 1987.

Brian Willson y dos compañeros se habían tumbado sobre las vías del tren en la Base Naval de Armamento de Concord, California para protestar pacíficamente e intentar detener el envío de equipos militares estadounidenses a Nicaragua. Incluso habían AVISADO con antelación.

Pero la tripulación civil del tren había recibido órdenes. Órdenes claras de NO PARAR

Y no lo hicieron.

Dos manifestantes lograron apartarse en el último segundo.

Willson no del todo.

El tren le pasó por encima, cercenándole ambas piernas por debajo de las rodillas.

Y la cosa no quedo ahí.

Los médicos navales presentes se NEGARON a tratarle. Se NEGARON a llevarlo en su ambulancia.

Durante 45 eternos minutos, mientras la sangre manaba, amigos y familiares intentaron desesperadamente contener la hemorragia.

Al final Willson salvó la vida, que es algo que está muy bien.

En líneas generales tiende a ser más importante salvar la vida que las piernas porque sin vida ya me dirás tú para qué quieres unas piernas. A mí, desde luego, si me dan a elegir entre la vida y las piernas, elijo la vida. Sobre todo si la vida es mía y las piernas son de otro. Si la vida no es mía, supongo que dependerá de quién sea esa vida. O las piernas.

Cuando finalmente le preguntaron a Willson si culpaba a la tripulación o al equipo médico, su respuesta fue sorprendente:

Se limitaron a hacer lo que hice yo en Vietnam. Seguían unas órdenes que forman parte de una política demente. Son los cabezas de turco.

Esta respuesta de Willson encierra un mecanismo de funcionamiento de nuestro cerebro MUY poderoso.

Y para que lo visualices mejor te voy a contar un experimento. Un experimento muy famoso que es posible que conozcas. Y también es posible que no. Sea como sea, yo te lo cuento. Cialdini también lo cuenta en su libro Influencia, ya tú sabes…


Bill Jenkins (nombre inventado), un contable de 47 años (profesión y edad inventadas), vio el anuncio en el New Haven Register (periódico invent).

Se buscan voluntarios para un estudio sobre memoria y aprendizaje”. Cuatro dólares (de los americanos) por hora. Parecía un buen negocio.

Parecía.

Cuando llegó a Yale lo recibió un hombre con bata blanca. “Soy el Dr. Williams”, dijo mientras ajustaba sus gafas. “Y estamos estudiando cómo el castigo afecta al aprendizaje.”.

En la sala de espera había otro hombre. Cincuentón, afable, con un ligero temblor en las manos. Quiero imaginarme que se presentó como Walter Pear.

Y el investigador explicó en qué iba a consistir el experimento:

Gracias por venir y blablabla, la ciencia siempre necesita de gente como vosotros y venga blablabla. Uno de vosotros tendrá el rol de profesor y el otro de alumno (más blablabla) el alumno se tendrá que aprender de memoria parejas de palabras (blablabla) el profesor le preguntará por una de las palabras y el alumno tendrá que contestar con su respectiva pareja (blablabla) y si el alumno falla el profesor le aplicará una descarga eléctrica que…

PERDÓN?. DESCARGAS? ELÉCTRICAS?

(risas nerviosas)

Sí. Descargas eléctricas. Con cada fallo 15 voltios más. Muy sencillo, ¿verdad? Cada vez que falle, 15 voltios más. Hasta un límite de 450 voltios”.

(más risas más nerviosas)

No os preocupéis. Las descargas no dejan lesiones permanentes en los tejidos

O_o

El rol de profesor y de alumno se sorteará

Ah, bueno si el rol se sortea entonces bien NO TE JODE ANDA Y QUE TE DEN POR CULO QUE YO ME PIRO” es lo que deberían haber dicho.

Pero no.

Venga, va. Que hemos venido a jugar.” es lo que debieron de decir o de pensar, yo qué sé. Cada vez entiendo menos a LaGente™. Ni a la de ahora ni a la de antes.

El tema es que sortearon los roles y a nuestro querido Bill Jenkins (nombre invent), contable de 47 años (profesión invent) le tocó ser profesor (rol de profesor no invent).

El que iba a sacudir descargas eléctricas al otro, vaya.

Así que ataron (sí, ataron) al que hacía las veces de alumno a una silla y le pusieron los pertinentes electrodos… en los brazos (sí, podría haber sido peor, lo sé…).

Bill y el investigador se fueron a la habitación contigua, que estaba comunicada por un intercomunicador.

Y comenzó el experimento.

Las primeras rondas transcurrieron sin incidentes.

15 voltios. Nada. 30 voltios. Silencio. 45 voltios. Walter respondía con normalidad. 60 voltios. Todo seguía en calma.

Bill comenzaba a relajarse. “Quizás apenas se sienten”, pensó.

Entonces llegaron a los 75 voltios.

Un quejido suave se escuchó por el intercomunicador.

Auch…

Bill miró al investigador con preocupación. El Dr. Williams consultó sus notas. “Continúe, por favor.

90 voltios. “Mmm, esto está empezando a doler.” 105 voltios. “Eeeehhh, que esto jode mazo.” 120 voltios. “¡AAAYYYY! JODER! ¡QUE ESTO DUELE DE LA HOSTIA!

El sudor comenzaba a perlar la frente de Bill. Sus dedos temblaban ligeramente sobre los interruptores.

135 voltios. “¡AAAAGGGH!

Bill se detuvo. “Doctor, parece que realmente le está doliendo.

El experimento requiere que continúe”, respondió el Dr. Williams sin levantar la vista de su portapapeles.

150 voltios. “¡PARAD HIJOS DE PUTA! ¡DEJADME SALIR! ¡YA NO QUIERO PARTICIPAR EN ESTE EXPERIMENTO!

Los gritos de Walter retumbaban en las paredes. Bill se puso de pie.

No puedo seguir con esto. Está sufriendo.

Por favor, siéntese”, dijo el Dr. Williams con tono firme. “Es absolutamente esencial que continúe. No tiene alternativa.

Bill, lentamente, volvió a sentarse.

165 voltios. “¡DEJADME SALIR! ¡AAAGH! ¡DEJADME SALIR POR FAVOR! ¡POR FAVOOOOOOOR!” 180 voltios. “¡NO AGUANTO MÁS! ¡NO AGUANTO MÁS!

Bill estaba pálido. Sus manos temblaban visiblemente.

Doctor, esto no está bien. Deberíamos parar.

Yo asumo toda la responsabilidad”, respondió el Dr. Williams. “Continúe, por favor.

A los 270 voltios, Walter gritó desgarradoramente. Suplicó que lo sacaran de allí. Que no podía más.

A los 300 voltios, silencio total.

Doctor, no responde”, dijo Bill con la voz quebrada.

Si el alumno no responde, considérelo un error. Aplique la siguiente descarga.

(Hay que joderse con el investigador)

¿Y si le ha pasado algo grave? ¿Y si se ha desmayado?

(O muerto. Yo ahí pensaría que igual estaba muerto. Y qué mal viene que se te muera alguien, las cosas como son.)

Continúe, por favor.

315 voltios. Silencio. 330 voltios. Un gemido débil, casi inaudible. 345 voltios. Lo que parecían sonidos de espasmos.

Bill estaba lívido. Tenía el rostro empapado en sudor. Sus manos temblaban tanto que apenas podía acertar a los interruptores.

Doctor, tenemos que parar. Esto es inhumano.

Es imprescindible que continúe hasta el final del experimento.

De alguna manera —una que Bill nunca entendería completamente— continuó.

375 voltios. 390 voltios. 405 voltios. 420 voltios. 435 voltios. 450 voltios.

Silencio absoluto desde la otra habitación.

Bill se derrumbó en la silla, temblando.

El Dr. Williams dejó su portapapeles y sonrió levemente. “El experimento ha concluido. Gracias por su participación.

Entonces la puerta se abrió. Y entró el supuesto alumno.

Sin electrodos. Sin marcas de dolor. Completamente ileso.

¿Pero… qué hostias…?” Bill apenas podía articular palabra.

Walter es un actor”, explicó el Dr. Williams. “No ha recibido ninguna descarga. Los sonidos de dolor eran grabaciones. El experimento realmente consistía en saber hasta dónde podía llegar una persona normal a la hora de infligir daño a otra sólo porque se lo ordenen”.

Bill sintió una mezcla de alivio y horror.

Alivio porque nadie había sufrido realmente.

Horror porque él había estado dispuesto a infligir ese sufrimiento.

Hubo participantes que dijeron que desarrollaron una especie de estrés post traumático

Ya no se hacen experimentos como los de antes.


Cuando Milgram preguntó a un grupo de psiquiatras antes del experimento, estimaron que solo 1 de cada 1000 personas llegaría hasta el final.

Pues resulta que este experimento arrojó los siguientes resultados:

Más del 65% alcanzó los 450 voltios.

Ningún participante paró en el nivel de los 300 voltios (límite en el que el supuesto alumno dejaba de dar señales de vida)

Este experimento se repitió con diferentes variaciones para intentar demostrar que estos resultados estaban sesgados y que Bill y el resto de participantes en realidad eran unos perturbados.

Pero fracasaron.

Vieron que las mujeres actuaban igual que los hombres y que ni la profesión ni el nivel de renta ni nigún otro factor psicológico o sociológico influía en los resultados.

En definitiva, que todos nos comportábamos igual.

Que Bill no era un monstruo, un perturbado ni un sádico. Bill era un contable de Connecticut con tres hijos y un perro llamado Rusty (hijos, ciudad de residencia y perro también invents.)

Y el resto de participantes igual.

Así que la clave no estaba en quién accionaba las palancas, sino en QUIÉN DABA LA ORDEN!

Dos variantes de este experimento que demostraban esto:

En el primero, ponían al investigador en la silla y era el supuesto alumno el que daba la orden: ningún sujeto accionó las palancas.

En el segundo, el investigador era quien pedía que interrumpiera el experimento y la víctima quien, engoriladísimo, pedía continuar: tampoco nadie quiso jugar al juego de la sillita eléctrica.

Y en un tercero (quien dice dos, dice tres) pusieron a dos investigadores dando órdenes contradictorias. En este caso tampoco nadie accionó las palancas porque ante la duda, la decisión la tomaba el sujeto. Y ya hemos dicho que estos sujetos eran gente normal.

No era crueldad. No era perversión. Era simplemente el principio de autoridad funcionando


El principio de autoridad es la tendencia de las personas a obedecer o dejarse guiar por individuos que perciben como figuras de autoridad o expertos en un tema.

¿Pero por qué nos afecta tan profundamente? ¿Por qué nos afecta hasta el punto de hacer daño a alguien en contra de nuestras creencias sólo porque un tío con bata blanca nos lo dice?

¿O hasta el punto de pasar a alguien por encima con un tren?

¿O hasta el punto de ver que hay alguien a quien le ha pasado un tren por encima y no llevarlo al hospital?

(Parte de) La respuesta está en tu infancia.

Piensa en tus primeros años de vida. Desde que empezaste a entender el mundo, una chapa continua:

Haz caso a tu madre. Escucha a tu profesor. Obedece al policía. Sigue las instrucciones del médico.

¿Por qué? Porque lo digo yo y punto

Y lo cierto es que seguir a estas figuras de autoridad era CASI SIEMPRE una buena idea. Por dos razones muy simples:

1️⃣ Sabían más que tú.

Cuando tu madre te decía “te vas a caer”, ¿qué pasaba?

Que te caías.

Eso, por supuestísimo, no evitaba ni la caída que acababas de sufrir (obvio) ni las doscientas veces que te ibas a caer en el futuro a pesar de la misma advertencia que te hacía tu madre siempre (también obvio, pero menos).

De alguna forma esas predicciones que se iban demostrando verdaderas iban dejando un poso. Y esos pequeños posos terminaban precipitando e invistiendo a tu madre con un halo de autoridad difícilmente igualable: Mamá es adivina.

No te subas a la barandilla que te vas a caer.

BOOM

Y por eso tenemos dientes de leche.

2️⃣ Controlaban tus recompensas y castigos.

Cuando nuestro padre nos decía “si no comes no hay postre” estaba estableciendo un sistema de incentivos bastante efectivo.

Como me respondas te quedas sin televisión una semana”.

La primera vez te quedabas sin ver la televisión.

Una semana.

Toda tu clase comentando los cinco (CINCO) capítulos de Campeones, o Bola de Dragón, o lo que fuera que vieras en esa época.

La segunda vez ya te pensabas mucho mejor lo de contestar o no contestar.

Porque aprendías rápido quién mandaba. Aprendías rápido quién era la autoridad.


O al menos así era antes.

Ahora tiene pinta de que la figura de autoridad son los niños y que los padres y profesores tienen que obedecer porque si no el niño se frustra.

¡Y que a mi hijo/a no le levanta la voz NADIE!

Ya, ni siquiera tú, que vives con un pequeño dictador en casa y tienes miedo hasta de pedirle por favor que te deje cambiar de canal en la tele.

Esto igual te interesa, mira.

En la vida hay dos formas de saber quién manda. Y son muy sencillas.

Una es ver quién pide el vino en un restaurante. El que pide el vino es el que manda.

La otra es ver quién tiene el mando de la tele. El que tiene el mando de la tele es el que manda.

Pues en breve veremos a los niños pidiendo el vino a sus padres.

Al tiempo.

Total, que digo yo que habrá un punto medio entre te cruzo la cara porque te ha regañado el profesor y te cruzo la cara porque has regañado a mi hijo.

Digo yo, eh… Pero claro, luego me llaman equidistante. O facha. O progre. Depende de quién sea la persona que tenga delante. De hecho, el insulto dice mucho más de quien lo profiere que de quien lo recibe.

Y nadie insulta mejor que un argentino. Eso no hace falta que te lo descubra yo.


A lo que iba. Autoridad. Y cómo cuando se activa este interruptor nuestro cerebro se va de vacaciones.

¿Recuerdas la última vez que un médico te recetó algo y ni siquiera preguntaste para qué servía, qué efectos secundarios tenía, si no había otra alternativa…?

¿O cuando un policía te dio una indicación y la seguiste sin cuestionarla? Es más. Ni siquiera te planteaste si era policía o no (de esto te hablaré en el siguiente correo)

¿O cuando a alguien en una tertulia con tertulianos ignorantes (valga la redundancia) le cuelgan el título de “Experto en… (volcanes, pandemias, asteroides, amebas)” y lo diste por cierto?

¿Te acuerdas de los “Expertos™” durante la pandemia?

Pues eso.

Nos encanta este atajo porque nos ahorra algo muy valioso: energía mental.

Al obedecer automáticamente, no tenemos que pensar. Y pensar es caro para el cerebro.

Hoy no voy a hacer chistes sobre militantes de partidos políticos.


Vamos a ir cerrando el correo de hoy con una última historia. Sé que está quedando largo pero es que como supuestamente dijo alguien una vez:

Siento haberte escrito una carta tan larga; no tuve tiempo para escribir una corta.


(frase atribuida a Mark Twain, Blaise Pascal, Bernard Shaw, Napoleón y Pedro Sánchez)

Un caso real en un hospital de Estados Unidos.

Un paciente con dolor de oído va al médico.

Creo recordar que el oído derecho pero si no fue el derecho, seguramente y casi con toda probabilidad que fue el izquierdo. Sea como sea, dolor de oído y al médico.

Y el médico le recetó unas gotas para el dolor de oído.

Y la receta la hizo utilizando unas abreviaturas que no debían de leerse del todo bien, visto lo que pasó a continuación (la letra de médico seguramente tampoco ayudó): el enfermero (o enfermera) que tenía que administrarlas leyó que había que hacerlo por vía anal.

Gotas para dolor de oído.

Por el culo.

Como te lo cuento.

Pues ni al paciente ni al enfermero (o enfermera) se les ocurrió PENSAR que podría tratarse de un error.

Que si tú o yo (si es que no eres médico) le decimos al paciente o al enfermero (o enfermera) que para curarse de dolor de oído lo mejor es tomarse las gotas por el O.G.T, igual nos mandan a tomar por el ídem.

O igual no, yo qué sé. Que uno ha visto ya demasiadas cosas como para poder asegurar nada, pero apostaría a que mucho caso no nos iban a hacer.

Pero porque ni tú ni yo en ese caso tenemos autoridad.

No como el médico, que sí la tiene. Así que si el médico ha dicho que por el culo, pues por el culo. Y PUNTO.

Y hoy lo vamos a dejar aquí. Demasiadas torturas psicológicas, miembros amputados y mala praxis médica.

La semana que viene te cuento los trucos que utiliza la gente para imbuirse ellos mismos de autoridad e intentar… ¿influirte? ¿manipularte?

Y cómo hacer que el resto del mundo piense que mides hasta 6 cm más de lo que realmente mides.

No es coña.

Pero eso será la semana que viene.

Un abrazo, el notas Atómico ⚛️

¡¡¡Espera, espera!!!

Hay una cosa que no te he contado sobre la historia de S. Willson y que mereces conocer ya que has llegado hasta aquí.

Vas a flipar.

Resulta que los civiles que atropellaron a Willson y le amputaron las piernas… ¡¡¡lo denunciaron!!!

Le pasan por encima con un tren, le cortan las piernas, lo dejan ahí tirado durante 45 minutos sin socorrer a punto de desangrarse… y lo denuncian.

Resulta que le exigían daños y perjuicios morales por haberles “obligado” a mutilarle las piernas para poder cumplir con sus órdenes.

TÓCATE LOS COJONES ¿Cómo te quedas?

La denuncia, afortunadamente se desestimó.

Pero por si acaso, tú intenta no dejarte atropellar por un tren, o un coche, o una moto, o una bici, o un puto patinete de esos que van como locos, o un avión, o un barco…

Yo qué sé. Tú no te dejes atropellar no vaya a ser que le jodas la vida a alguien.

Ahora sí,

Un abrazo, el Notas Atómico ⚛️


El principio de autoridad nos impulsa a obedecer automáticamente a quienes percibimos como figuras de poder, independientemente de lo que nos pidan hacer

Este principio está profundamente arraigado en nuestra psicología por condicionamiento cultural desde niños, ya que obedecer a las autoridades tiene dos ventajas: estas figuras tienen más conocimiento que nosotros y controlan nuestros premios y castigos.

El experimento de Milgram demostró que dos tercios de las personas comunes estaban dispuestas a administrar descargas potencialmente letales a otra persona simplemente porque una figura de autoridad se lo ordenaba.


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